Todos tenemos
motivos para comportarnos como lo hacemos. Es mejor ser comprensivos y tratar
de sacar lo bueno que tenemos todos, que hacer juicios y condenas.
En las oscuras
tierras de las brujas y los trolls, vivía hace mucho tiempo el dragón más
terrible que nunca existió. Sus mágicos poderes le permitían ser como una nube,
para moverse rápido como el viento, ser ligero como una pluma y tomar cualquier
forma, desde una simple ovejita, a un feroz ogro. Y por ser un dragón nube, era
el único capaz de lanzar por su boca no sólo llamaradas de fuego, sino
brillantes rayos de tormenta.
El dragón nube
atacaba aldeas y poblados sólo por placer, por el simple hecho de oír los
gritos de la gente ante sus terribles apariciones. Pero únicamente encontraba
verdadera diversión cada vez que los hombres enviaban a alguno de sus
caballeros y héroes a tratar de acabar con él. Entonces se entretenía haciendo
caer interminables lluvias sobre su armadura, o diminutos relámpagos que
requemaban y ponían de punta todos los pelos del valiente caballero. Luego se
transformaba en una densa niebla, y el caballero, sin poder ver nada a su
alrededor, ni siquiera era consciente de que la nube en que estaba sumergido se
elevaba y echaba a volar. Y tras jugar con él por los aires durante un buen
rato, hasta que quedaba completamente mareado, el dragón volvía a su forma
natural, dejando al pobre héroe flotando en el aire. Entonces no dejaba de reír
y abrasarlo con sus llamaradas, mientras caía a gran velocidad hasta estamparse
en la nieve de las frías montañas, donde dolorido, helado y chamuscado, el
abandonado caballero debía buscar el largo camino de vuelta.
Sólo el joven
Yela, el hijo pequeño del rey, famoso desde pequeño por sus constantes
travesuras, sentía cierta simpatía por el dragón. Algo en su interior le decía
que no podía haber nadie tan malo y que, al igual que le había pasado a él
mismo de pequeño, el dragón podría aprender a comportarse correctamente. Así
que cuando fue en su busca, lo hizo sin escudo ni armaduras, totalmente
desarmado, dispuesto a averiguar qué era lo que llevaba al dragón a actuar de
aquella manera.
El dragón, nada
más ver venir al joven príncipe, comenzó su repertorio de trucos y torturas.
Yela encontró sus trucos verdaderamente únicos, incluso divertidos, y se
atrevió a disfrutar de aquellos momentos junto al dragón. Cuando por fin se
estampó contra la nieve, se levantó chamuscado y dolorido, pero muy sonriente,
y gritó: “ ¡Otra vez! ¡Yuppi!”.
El dragón nube
se sorprendió, pero parecía que hubiera estado esperando aquello durante
siglos, pues no dudó en repetir sus trucos, y hacer algunos más, para alegría
del joven príncipe, quien disfrutó de cada juego del dragón. Éste se divertía
tanto que comenzó a mostrar especial cuidado y delicadeza con su compañero de
juegos, hasta tal punto, que cuando pararon para descansar un rato, ambos lo
hicieron juntos y sonrientes, como dos buenos amigos.
Yela no sólo
siguió dejando que el dragón jugara con él. El propio príncipe comenzó a hacer
gracias, espectáculos y travesuras que hacían las delicias del dragón, y juntos
idearon muchos nuevos trucos. Finalmente Yela llegó a conocer a la familia del
dragón, sólo para darse cuenta de que, a pesar de tener cientos de años, no era
más que un dragón chiquitito, un niño enorme con ganas de hacer travesuras y
pasarlo bien.
Y así, pudo el
príncipe regresar a su reino sobre una gran nube con forma de dragón, ante la
alegría y admiración de todos. Y con la ayuda de niños, cómicos, actores y
bufones, pudieron alegrar tanto la vida del pequeño dragón, que nunca más
necesitó hacer daño a nadie para divertirse. Y como pago por sus diversiones,
regalaba su lluvia, su sombra y sus rayos a cuantos los necesitaban.
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